martes, 17 de octubre de 2017

Documental político 2

Cine de base y Cine Liberación


La actividad que concierne al documental político se desarrolla de manera muy vasta a fines de los 60 en toda América Latina. En Brasil Glauber Rocha, Nelson Pereyra Dos Satos y Ruy Guerra son el tridente que marca el nuevo rumbo cinematográfico en el mismo sentido político que Fernando Birri, Raymundo Gleyzer con el Cine de Base y el Cine Liberación de Fernando Solanas, Octavio Getino y Fernando Vallejos. En Bolivia surge Jorge Sanjinés, en Uruguay Mario Handler en Chile Miguel Littin y Santiago Álvarez en Cuba. Se trata de un cine documental- y también de ficción- que, buscando un paradigma, un lineamiento en común, se enrola también bajo el mote de Cine Revolucionario.

En los años 60 estaba instalada en los ambientes ideológicos, artísticos y políticos el debate respecto a la utilización de la violencia como manera de terminar con la explotación y la dependencia de acuerdo con el horizonte que marcaba el ideal revolucionario. Es así que los debates políticos de la época en relación al uso de la violencia para la liberación se trasladan a las producciones cinematográficas que se planteaban la cuestión respecto a las formas de mostrar la violencia.

Con una importante y emblemática producción, haremos referencia al cine político en Latinoamérica con documentales fundamentales como La hora de los hornos del Cine Liberación, grupo conformado por Fernando Pino Solanas, Octavio Getino y Gerardo Vallejos; La revolución congelada de Cine de Base de Raymundo Gleyzer y, por último, haremos referencia a Santiago Álvarez, el cineasta cubano a cargo del ICAIC, el Noticiero Latinoamericano, un verdadero innovador en forma y contenido.

La hora de los hornos - Cine Liberación

Cuando en 1968 se difunde en Buenos Aires la noticia de que el publicista Fernando Solanas había ganado un premio en el festival de Pésaro por La hora de los hornos, ni siquiera en el mundo del cine se sabía que Solanas y Getino habían estado filmando una película. Este desconocimiento era absolutamente coherente con el hecho de que la película se había realizado en secreto, clandestinamente, pero también se debía a que había sido realizada sin apoyo del Estado. Había poco margen para imaginar que se pudiera realizar un film en esas condiciones independientes, sin embargo, el mismo año se estrenan Tute cabrero de Juan José Jusid y Palo y hueso de Sarquís, primeros títulos de una seguidilla importante de realizaciones que se produjeron al margen del apoyo estatal y, como era previsible, con la franca oposición de los empresarios de la distribución y la exhibición.

Se puede considerar a La hora de los hornos como un film emblema por ser una película fundacional del cine político y una película monumental. En sus más de cuatro horas de duración se muestran centenares de documentos, imágenes, fotografías, citas y testimonios ensamblados en una danza cinematográfica de enome potencia e influencia hasta estos días.

El abordaje de la película tiene una perspectiva libre y dinámica, mezclando elementos de distintas disciplinas, como postulados provenientes de la filosofía, la política y la historia pero otorgándole una fuerte “voluntad de estilo”, una subjetividad que los autores le imprimen al tratamiento del tema de una manera que tiñe y construye el texto. A la vez, el tipo de discurso mezcla lo didáctico y lo poético como la leyenda que corta abruptamente las imágenes. Entre ellas sobresale la frase de Franz Fanon que dice: “Todo espectador es un cobarde o un traidor”, un postulado sensible que pone en jaque el arte, la política y la industria del entretenimiento. El film, con esa frase, además de cuestionar la función del cine político – por ejemplo -,  se dirige a los espectadores creando, tal vez, un nuevo tipo de espectador: enseña a mirar cine como un acto político y lanza una pregunta: ¿los mensajes de la industria cultural están al servicio del quién?.  Se trata de la búsqueda que atraviesa toda la historia de la cultura: ¿el espectador como tal es un ciudadano, un militante, un esteta nihilista, un combatiente alienado por la mímesis de los fotogramas?

El cine político construye un espectador convertido en actor, un espectador convertido en asambleísta, un espectador convertido en traidor. Se trata de un cine que , a la manera de Bertold Bretch, que compromete al espectador y lo coloca por sólo presenciar el acto artístico, en un hecho político de la que no se puede quedar indiferente. De esta manera, el arte en general y el documental, el cine, se erige como un potentísimo instrumento explícito y creador de conciencia política y también de acción política.

A partir de los años 60, ciertos hitos políticos – como la revolución China, la revolución Cubana, el proceso de descolonización en África, el mayo francés, entre otros – establecen un diálogo con los nuevos usos de la cámara. El imperio de la razón que partía de una ley general para llegar a una conclusión particular o a un ejemplo individual se deshace, para dar paso a un horizonte de incertezas, donde la irracionalidad, el discurso y el inconsciente tejen sentidos acotados (que de todas maneras se pretenden universales). Pero ya no son los grandes relatos los que construyen al sujeto sino que son los sujetos, en su diversidad, los que van construyendo relatos.

En la actualidad y desde la caída del muro de Berlín, a fines de la década de 1980, el proceso de globalización produjo indefectiblemente una relectura de esos grandes relatos, paradigmas de rimbombantes definiciones y modelos emblemáticos. Se reformulan entonces los grandes postulados, aquellas teorías o doctrinas que sostenían de manera monolítica, estas ideas revolucionarias en términos políticos como el socialismo. En nuestra realidad actual, surcada por la crisis de esos grandes relatos abarcadores, se ha dado lugar a la valoración de realidades más acotadas, al surgimiento de los denominados pequeños relatos.

El cine, y específicamente el documental político desde una perspectiva actual, no es ajeno a estos dilemas. Si El Acorazado Potemkim e incluso los documentales que vimos hasta este momento, eran filmes de grandes relatos, que mostraban personajes emblema, poco a poco y sobre todo a partir de la década del 60, la construcción de los sujetos comienza a ser fragmentaria y más compleja. Son los individuos, los nombres propios los que llevan adelante la acción y van tomando de la política o del arte lo que hace falta para comprender o cambiar al mundo. El procedimiento es partir de una experiencia particular y concluye en varias generalidades y no al revés.

En este sentido, el film de la clase pasada, Crónica de un verano, de 1960, es un ejemplo de este proceso. El documental registra personas de la calle que responden espontáneamente a una premisa. Esta idea toma a la cámara como un instrumento de conocimiento y como un lugar de enunciación de lo político. La idea de verdad que construye la cámara se contrapone a la idea de verdad de Vertov, por ejemplo. La cámara muestra, tras de sí y de su intrincado juego de lentes, lo que el mundo nos devuelve como imagen y que se traduce como una “verdad”. De hecho, existe tal confianza en la máquina- como la tenía el futurismo y el Cine-ojo- que se piensa que lo que está tomando esta cámara, es verdad, es “lo que pasa”. Esto supone una objetividad, es decir, la creencia de que la cámara borra las fronteras políticas de la visión y que la tecnología no tiene intermediación ideológica. Bajo esta perspectiva, se acepta que lo que muestra un plano es un recorte, pero mismo así es tomado como una “verdad”. Hoy no podemos sostener eso tan fácilmente, aunque vivamos una sociedad del  “Ver para creer”.

Todas esas difíciles cuestiones estaban dentro del cine de Fernando Solanas. Solanas produjo una suerte de trasvasamiento de un existencialismo político a la política tercermundista, que alternativamente podía llevar el nombre del peronismo o del guevarismo. Con formas libres tomadas de la historia del cine (muchos ven formas del montaje inspiradas en Einsenstein), Solanas hizo convivir tiempos largos y cierres abruptos, sonidos de palos en tachos con reportajes de factura clásica, golpes secos en bidones; luchas callejeras de grandes conglomerados con irónicos brochazos en salones frecuentados por “gente bien”. Todo conduce a un tema crucial de la época: limitar los espectáculos a la penumbra del cine o buscar la continuidad entre arte y vida, solicitándole al propio espectador que lo detenga para discutir sus imágenes militantes. Este ha sido su rasgo singular, el hacer del espectador un militante en el contexto de la exhibición clandestina porque este film tuvo una circulación marginal. Como estaba prohibido por el contenido, además del boicot de las salas comerciales, el film se trasformó en un acto de barricada exponiéndose en todo lugar que pudiese hacerse. Y estos lugares fueron sindicatos, unidades básicas, universidades, fábricas y hasta en iglesias, lo que hizo de la película un acontecimiento que excedía un hecho cinematográfico, elevándola a un terreno épico. No sólo por el contenido si no por las condiciones de recepción que esta película proponía.

La hora de los hornos es probablemente el documental político argentino más reconocido en Argentina y en el exterior, y sobre el que se ha escrito la mayor cantidad de material crítico y teórico. Su estructura está dividido en tres partes: "Neocolonialismo y violencia"; "Acto para la liberación", dividido a su vez en dos grandes momentos "Crónica del peronismo (1945-1955)" y "Crónica de la resistencia (1955-1966)"; "Violencia y liberación". El narrador es el locutor y actor Edgardo Suárez. Hacia el final, surgen los rostros de Guevara y Perón, como impacientes espíritus dantescos de una épica liberacionista.

Mucho puede decirse de este documental y, más allá de lo que significó en esos años, hoy La hora de los hornos, como documental es historicista; como latinoamericanista es demasiado argentino; como guevarista es ritualmente peronista y como peronista, y así, cada escena resignifica todo. Por ello hay que pensar que, a pesar de cierta linealidad en sus formas y contenidos, el film es un collage  magistralmente armado con evidente versatilidad y contundencia que demuestra el fuerte rol movilizador del cine. Es la prueba de la existencia de películas que pueden actuar directamente sobre la sociedad, influir en el pueblo de manera directa, sin mediaciones, y llevar a todo aquel que viera el film a una toma de conciencia de clase y a una lucha por la “liberación nacional”. Esta idea, llevó a Solanas y Getino a hablar de “Tercer Cine” en concordancia con la Tercera posición del peronismo, que en el terreno del cine significaría posicionarse a distancia de las fórmulas de Hollywood y del elitismo del “cine de autor”, procedente de Europa.

Raymundo Gleyzer y el Cine de base 


Raymundo Gleyzer como Pablo Szirjunto son dos cineastas de la década del 60, 70  que se encuentran desaparecidos. Con una formación marxista, Gleyzer se alejó en forma definitiva del Partido Comunista Argentino y comenzó a militar en el PRT (Partido Revolucionario de los Trabajadores). Acompañando ese cambio, creó el grupo Cine de la Base junto a sus otros militantes, pensando la cámara como un arma de combate. Así realizó desde la clandestinidad, los mediometrajes Swift y Ni olvido ni perdón, la Masacre de Trelew con material de archivo y una nota a los líderes de Montoneros, ERP y FAR realizada por la televisión chubutense que no se exhibió en medios de comunicación en esa época.

Años antes, en 1965, Gleyzer trabajó en noticieros de Canal 7 y en Telenoche de Canal 13, ambos de Buenos Aires. Así, se destacó por ser el primer camarógrafo argentino que filmó en las Islas Malvinas, desde donde produjo en 1966 una serie documental sobre la vida cotidiana en las islas que se exhibió en Telenoche, programa conducido en esa época por Mónica Cahen D'Anvers y Andres Percivale. También fue el primero en realizar informes fílmicos y reportajes sobre el trabajo en la zafra del azúcar en Cuba, para una emisión en la televisión argentina en 1970.

Otro punto importante en la obra de Gleyzer es La revolución congelada de 1970, filmado en México sobre el estado de la revolución para entonces en ese país. El documental es una crítica sobre como la "revolución hecha institución” es un ideal traicionado. Sobre todo en la escena que termina con la masacre en la Plaza de Tlatelolco en 1968. Se utilizaron material de archivo de la década de 1910, entrevistas con personas de diversa condición, incluyendo campesinos, políticos, intelectuales, sindicalistas, etc. También se muestran escenas de la vida de una familia indígena en Chiapas, con sus rituales religiosos, sus cultivos, juicios y escuelas bilingües. Este film lo realizó con colaboración de Humberto Ríos y cosechó reproches por todos lados.

En 1973 filmó Los traidores, una ficción que narra la historia de un sindicalista que pasa de ser un delegado que se preocupaba por la suerte de sus trabajadores a un burócrata que termina siendo el vocero de los intereses de la patronal, a partir de su excelente capacidad tanto para la negociación como para la simulación. El personaje al que hace obvia referencia Gleyzer es José Ignacio Rucci, secretario general de la CGT en aquella época, asesinado el 25 de septiembre de 1973 y a quién lo retrata con su bigote y el automóvil Torino blanco característico. Las copias originales de Los traidores tuvieron que ser sacadas del país y volvieron mucho después de la instauración de la democracia en 1983.

Con la dictadura instalada, a raíz de la persecución y luego el secuestro de Gleyzer, el grupo "Cine de la Base" desmembrado y expulsado al exilio realizó en Perú Las AAA son las tres Armas, un cortometraje para denunciar la desaparición del cineasta. Esa pieza de denuncia fue realizada con fragmentos de la carta abierta a la junta militar escrita por Rodolfo Walsh, también desaparecido.
En homenaje a Raymundo Gleyzer, desaparecido el 27 de mayo en 1976, ése día se estipula como EL Día del Documentalista

Estética, política y poética.

El documentalista Santiago Álvarez  

La biografía de Santiago Alvarez señala que se incia en la realización a los cuarenta años y comienza a filmar cuando se produce la Revolución Cubana en 1959 asumiendo la dirección del Noticiero ICAIC Latinoamericano. Esta función la cumplió hasta 1991 produciendo una pieza de diez minutos cada semana en 30 años, lo que totaliza 1500 ediciones de las cuales Álvarez hizo 600 directamente y el resto realizado bajo su supervisión. Pionero de la escuela documental cubana, junto a la tarea en el noticiero, realizó un centenar de films documentales en las que puede notarse un compromiso político expresado en una poética propia. Entre ellos Hanoi, martes 13 (1965) La guerra olvidada (1965) Hasta la victoria siempre (1965) Golpeando en la selva (1965) - Sobre las guerrillas en Colombia, La hora de los hornos (1966)  - Sobre el imperialismo en Sudamérica, 79 Primaveras (1967) - Sobre la vida de Ho Chi Minh, La estampida (1970) - Sobre la invasión estadounidense a Laos, De América soy hijo y a ella me debo (1971) - Largometraje documental sobre el viaje de Fidel Castro a Chile. El tigre saltó y mató… pero… morirá…morirá…!!! (1973)

El cine politico de Santiago Álvarez es resultado de una sensible búsqueda cinematografica unida a un dispositivo poético que trae en la mochila a Einsenstein, Vertov, Pier Paolo Pasolini, Orson Welles, Glauber Rocha y François Truffaut. Los temas se desarrollan en torno a la denuncia del acecho imperialista a Cuba, los movimientos de liberación y democratización del Tercer Mundo, playa Girón, la crisis de los misiles, el bloqueo a la isla, Vietnam, el fusilamiento del Che, el golpe de Estado en Chile, entro otros y también, la campaña electoral de Cámpora en el 73, en una pieza audiovisual llamada Un nuevo tango.

Su manera de hacer cine, un tipo de documental muy comprometido con lo político, lo realiza a través de un montaje rápido, trepidante, la mecánica del choque. Pero esta respiración no es resultado de una reducción del ritmo como en una agitada estética posmoderna. El cine de Alvarez toma la estructura de la poética y la emoción como puerta de entrada a la reflexión y a la acción. Por otra parte, el contrapunto orquestal es el procedimiento central de su obra. Y desde luego, un punto muy alto en esta idea se puede ver en NOW! de 1965, un cortometraje desbordante y sensual a la hora de enunciar el fin del racismo y el momento de la acción. Musicalizado con una canción israelí Hava Nagila interpretado por Lena Horne, engarza con total maestría la apuesta estético-política. Álvarez construye en esta obra, a partir de la combinación de recursos formales, un contundente e incitante relato sobre la relación de sometimiento de los afro americanos en EEUU. Y lo hace entre una música altiva y rítmica entre imágenes indignantes y un montaje provocativo que invita a una acción liberadora. Un llamado que puede relacionarse con la propuesta des-enagenante de Bertold Bretch en un lugar dinámico del espectador que se engloba en un ¡Ahora! complejo donde brota vibrante, la potencia política.

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